El juego de los 3824 errores

Si yo fuera periodista o militante opositor estaría feliz. Los opositores no pueden sino estarlo: el gobierno al que se oponen les da todos los días motivos, más motivos. Los periodistas no pueden sino estarlo: el gobierno que cubren les da todos los días noticias, más noticias. Y los periodistas opositores más aún: saltando en media pata.
Por: Martín Caparrós
Es cierto que este gobierno ha decidido, en las últimas semanas, darles todos los gustos. Siempre hubo regalos, pero el sainete del dólar blue inauguró una época de generosidad inusitada. 

Para empezar, aquel cepo o como quieran llamarlo: era una medida irritante pero, si la consideraban necesaria, podrían haberla estudiado y preparado y tomado de una vez; en cambio, la fueron corrigiendo en público: en lugar de un anuncio molesto hubo una docena, a medida que iban rellenando los agujeros del primer intento, lo que no habían sabido pensar desde el principio.

Entre tanto terminaban de pelearse con su principal referente gremial y movilizador, el lábil señor Moyano: fue la mejor forma de perder el apoyo y la garantía de una CGT amiga sin reemplazarla por nada mejor. Y sobre ese piso húmedo llovieron con la rerrelección: es probable que no haya un buen momento para eso, pero da la impresión de que la lanzaron en el peor posible y de la peor manera. 

En esos días, escribí que era un clásico esputo ascendente: un modo de pelearse con sus amigos y unir a sus enemigos.
Con lo que consiguieron, en efecto, que muchos miles de personas se hartaran y salieran a la calle a decirlo. Nadie sabe, todavía, qué querían decir exactamente –y por eso, últimamente, la presidenta les pide que se busquen un líder, para que dejen de ser una amenaza de mil cabezas y se conviertan en una sola previsible y controlable. 
Nadie sabe qué querían decir pero una vez más los voceros del gobierno se equivocaron al decir que estaban bienvestidos y solo miraban a Miami y otras sandeces parejamente irritantes.

Todo lo cual continuó hace -solamente- diez días con la brillante idea de parar a la doctora en un par de púlpitos universitarios americanos donde –¿no lo imaginaron?– le harían algunas de las preguntas que nadie puede hacerle acá. No entiendo cuál era la hipótesis de máxima –¿que perorara y luciera su dominio del mundo mundial? ¿que diera clases de “capitalismo serio” y América entendiera por fin su liderazgo?– pero, en cualquier caso, era casi seguro que se cumpliría la de mínima. Y se cumplió con creces: fue un módico desastre político. Que, después, el gobierno y sus medios trataron de aminorar hablando de una conspiración destituyente –que consistió en hacerle nueve preguntas a la presidenta.

Digo: no paran. Cada día ofrecen algo nuevo que decir. El problema es que esas cosas nuevas son más de lo mismo. Que la hermana y cuñada Alicia Kirchner fuera funcionaria de la dictadura militar no hace más que reafirmar que su hermano y su cuñada no resistían ni un poquito sino que se dedicaban a ganar plata con la usura. Que se debatan cual felino decúbito dorsal en el Consejo de la Magistratura para poner un juez que les falle a favor en la madre de todas las batallas no hace más que confirmar su apetencia peronista de controlar la justicia. 

Que, en su discurso más reciente, cómoda, rodeada de los suyos, la doctora dijera que la Argentina “vivía en la jauja cambiaria porque en ningún país del mundo nadie puede comprar 2 millones de dólares por mes sin decir para qué es”, cuando la única persona que compró pública y famosamente dos millones de dólares así fue su difunto esposo, no hace más que corroborar que ya no consigue decir lo que le conviene –sino más bien todo lo contrario. 
O que diga, en ese mismo discurso, que “a los muertos hay que honrarlos, recordarlos, pero nunca traerlos o arrastrar los cajones pensando que con eso van a lograr identidad política” cuando lleva años haciendo exactamente lo contrario, no hace más que darles pasto a esas fieras que suponen que su enunciación está demasiado teñida por mecanismos que ya no controla.

Siempre hay más: parecía que con eso ya dábamos por completa la semana, cuando nos encontramos con que gendarmes y prefectos –gendectos y prefarmes, señores subordinados donde los haya– se levantaron porque les liquidaron mal los sueldos: porque les liquidaron mal los sueldos. Y entonces los oficialistas más oficialistas salieron a denunciar un golpe de Estado que nadie cree posible y un complot magnettista que –si fuera cierto– pondría al medio dueño de Clarín en la galería de los imbatibles. Un error de manejo daba lugar a varios errores más.

Insisto: si yo fuera periodista u opositor o periodista opositor estaría feliz. Pero no me siento ni lo uno ni lo otro ni lo de más allá sino más bien un fulano al que le gusta pensar, tratar de entender cosas. Y, para este género, la situación es triste: tengo –inconteniblemente tengo– la sensación de que casi todo lo que se podía decir sobre las políticas, los modos, los méritos y los engaños de este gobierno ya fue dicho, que no hay nada nuevo, que sus actos y gestos no hacen más que confirmar, día tras día, lo que ya sabemos. Y que es aburrido resignarse a repetir lo mismo una y otra vez.

Salvo un punto: que subestimamos el peso del error. El valor de la famosa inepsia –sí, con ese, porque somos tan ineptos que ni siquiera la escribimos bien. Es más tranquilizador creer en complots, designios maquiavélicos, inteligencias despiadadas al servicio de vaya a saber qué oscuridad: nos hace parecer astutos, gobernados por fuerzas superiores. Son fantasías que disfrazan la pavada. Pero, por poco que miremos, se hace evidente que el error es la fuerza política decisiva en estos días.

Un gobierno sin oposición –con una oposición tan liviana que solo muestra, una y otra vez, su inepsia propia– se destruye por sus propios errores: todo lo que lo ha corroído últimamente no viene –por más que insistan con conspiraciones increíbles– de las fuerzas ajenas sino de su propia habilidad para equivocarse una y otra vez, incansable, incontenible: de su inepsia.
Y eso, de alguna forma insoportable, nos muestra lo que somos.
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