El 9 de octubre de 1967 moría
asesinado en La Higuera, Bolivia, Ernesto "Che" Guevara, mientras
intentaba llevar la revolución a América del Sur.
Médico, político y guerrillero revolucionario, fue comandante del ejército que derrocó al dictador Fulgencio Batista en enero de 1959. Se convirtió, tras el triunfo de la Revolución Cubana, en uno de sus principales referentes.
A continuación reproducimos un artículo de Felipe Pigna, donde repasa momentos emblemáticos de la vida del “Che”. Autor: Felipe Pigna ‘¡Póngase sereno y apunte bien! ¡Va a matar a un hombre!”, dijo aquel combatiente vencido, con la vista nublada por el dolor y la derrota aquel mediodía del nueve de octubre de 1967 en la escuelita de “La Higuera”, mientras divisaba borrosamente a su verdugo, el soldado boliviano Mario Terán.
Médico, político y guerrillero revolucionario, fue comandante del ejército que derrocó al dictador Fulgencio Batista en enero de 1959. Se convirtió, tras el triunfo de la Revolución Cubana, en uno de sus principales referentes.
A continuación reproducimos un artículo de Felipe Pigna, donde repasa momentos emblemáticos de la vida del “Che”. Autor: Felipe Pigna ‘¡Póngase sereno y apunte bien! ¡Va a matar a un hombre!”, dijo aquel combatiente vencido, con la vista nublada por el dolor y la derrota aquel mediodía del nueve de octubre de 1967 en la escuelita de “La Higuera”, mientras divisaba borrosamente a su verdugo, el soldado boliviano Mario Terán.
El hombre que había nacido en Rosario un 14 de junio de
1928, estaba prisionero tras su último combate en la quebrada del Churo
la tarde anterior, y allí en su encierro en la espera del final, entre
interrogatorios y agentes de la CIA, tuvo una larga noche para pensar y
recordar, en la que probablemente vinieron a su mente muchas cosas,
imágenes de una vida intensa, interesante, casi plena.
Una vida que no dejaba de pasar por aquel lugar
indescriptible ubicado en algún sitio entre las pupilas y la memoria.
Desfilaban imágenes de una tarde de sol allá en Alta Gracia adonde los
Guevara se habían mudado cuando él tenía 4 años para atenuar su asma.
Veía nítidamente las caras de sus hermanos, de su padre y de su madre,
Celia, la que lo animaba a animarse a más, la que nunca hizo de Teté un
niño enfermizo, la que estimulaba su natural temeridad. Sentía en aquel
piso de tierra boliviana, un partido de rugby de hacía treinta años en
el que no importaba nada más que ganarle al asma y a los contrarios.
Llegaban entre los reclamos de dolor de su pierna herida de bala, fotos
blanco y negro de aquel día en las minas de Potosí con olor a
explotación, recuerdos de su querido Mariano Moreno, que estuvo y vio y
puso en letras el sufrimiento centenario de los mineros que en aquel
1952 iban armados en camiones, luchando por la revolución, en aquel
mismo país en el que ahora él estaba muriendo por la misma causa.
Seguramente se acordaba de su gran viaje, a la manera de su admirado
Conrad al “corazón de las tinieblas”, aquel viaje en el que, como
médico que era le pudo tomar el pulso a la América real, la que nadie
quería ver, sobre todo en un país tan “europeo” como la Argentina.
Vio
de cerca aquellas vidas que según ellas mismas “no valían nada”,
jóvenes de 20 que parecían de 40, la tuberculosis, la muerte joven,
infantil, enfermedades llamadas desde siempre “evitables” o cínicamente
calificadas como “sociales”. Recordaba aquella maravillosa primera vez
que pensó en que se podía curar de a muchos, en “remediar”,
“erradicar”, “operar”, y se dio cuenta de que entre la medicina y la
política había muchas más conexiones de las que le habían enseñado en
aquella facultad que formaba doctores de chapa en la puerta.
Recordaba como en Perú conoció el dolor del leprosario y
la urgencia del remedio y leyó a Mariátegui y se emocionó en Machu
Picchu, como Neruda.
Mientras Terán tambaleaba y él tenía que hacer el esfuerzo
sobrehumano de tener que entender a su ocasional asesino, de tener que
sobreponerse a la bronca y saber que su último aliento le iba a ser
quitado por alguien que obedecía órdenes de muy arriba, tan arriba como
Washington, mientras pensaba que no tenía que pensar, seguramente su
cabeza no paraba y se acordaba de la primera vez que había tomado un
fusil en aquella Guatemala de Jacobo Arbenz, el hombre que se había
atrevido a la United Fruit soñando la reforma agraria y la tierra para
todos.
Allí fue, en 1954, en los comités de defensa contra aquella
invasión norteamericana que, a falta de armas de destrucción masiva,
argumentó que el ejemplo guatemalteco era nocivo para la región, cuando
le vio la cara nítidamente a su enemigo.
Seguramente recordó su avidez por la lectura, aquella
desesperación por los libros, por aquellas historias de héroes
absolutamente románticos, que lo llevaban por mares, selvas y valles, y
aquel diccionario filosófico que se animó a escribir en plena
adolescencia.
Se le borraban algunos detalles, pero se acordaba de aquel
día de 1955, cuando se produjo su encuentro con Fidel, del plan de
invasión a Cuba, de la carta a sus “viejos”, de su definitivo cambio de
vida y de su entrada a la historia. Entonces era ya padre de una niña,
Hildita, que dejaba en México y se jugaba a suerte y verdad en un yate
con otros 80 devolviéndole el favor a Martí, aquel patriota cubano que
supo ser cónsul argentino en Nueva York. Sí, tenía presentes aquellas
líneas que escribió en aquellos amaneceres: “He pasado la vida
buscando la verdad a viva fuerza y ahora, hallado el camino y con una
hija que me perpetúa, he concluido el ciclo. Desde ahora en adelante no
consideraré mi muerte como una derrota”.
En aquella nebulosa de sol y tiempo final, había lugar
para pensar en aquellos doce que quedaron tras el desembarco y que
entre el hambre y el peligro permanente de que todo terminara en aquella
sierra que tendría para él mucho de maestra, la vida le iba a regalar
una anécdota, a facilitarle las cosas cuando más se le estaban
complicando. En pleno combate había tenido que elegir entre su equipo
de médico y su fusil. Recordaba que a partir de entonces fue el
comandante Guevara, un hombre de consulta del jefe máximo y el
responsable de uno de los frentes clave del ejército rebelde.
Rememoraba cuando su voz, ya suavemente impregnada de
Caribe, había llegado a toda América a través de una grabación del
periodista Jorge Massetti de la Radio El Mundo de Buenos Aires y dos
años después tomaba Santa Clara y daba la última batalla abriendo el
camino de los “barbudos” a La Habana.
Recordaba seguramente su paso por el funcionariado,
ministro de Industrias, embajador itinerante de Cuba en el mundo. Pero
su vida no era de escritorios y pasó a la acción primero en el corazón
de África, en el Congo y Tanzania, donde intentó poner en práctica su
libro la Guerra de guerrillas que había publicado unos años antes.
Aquella tarde de octubre le traía memorias de su huída de
Tanzania, su vuelta a Cuba, sus primeros enojos con la ortodoxia
soviética y su decisión de hacer la revolución en Argentina, la
despedida de sus hijos y aquella carta que se haría famosa. “Sobre
todo, sean siempre capaces de sentir en lo más hondo cualquier
injusticia cometida contra cualquiera en cualquier parte del mundo.”
Había llegado el momento que años más tarde Terán recordaría: “Ése
fue el peor momento de mi vida. En ese momento vi al “Che” grande, muy
grande, enorme. Sus ojos brillaban intensamente. Sentía que se echaba
encima y cuando me miró fijamente, me dio un mareo. Pensé que con un
movimiento rápido el “Che” podría quitarme el arma. ‘¡Póngase sereno –me
dijo– y apunte bien! ¡Va a matar a un hombre!’ Entonces di un paso
atrás, hacia el umbral de la puerta, cerré los ojos y disparé”.
Así terminaba aquella vida, la del hombre que hoy tendría
83 años, pero quedó joven para siempre en aquella foto presente a toda
hora en cualquier lugar del mundo, en donde haga falta.
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