Treinta años de la democracia

El 10 de diciembre de 1983 asumía el gobierno Raúl Alfonsín, tras ocho años de la dictadura militar más sangrienta de nuestra historia. ¿Cómo recorrer estos treinta años?
La salida del poder de los militares y, en general, la transición a la democracia en nuestro país no fue el resultado de un pacto, como sí ocurrió en otros países hermanos como Uruguay, Chile o Brasil, donde las fuerzas armadas permanecieron en el poder durante periodos más prolongados. Más bien al contrario, por un lado las políticas económicas antipopulares habían generado un movimiento de protesta amplio y contundente liderado por la CGT y recordado por la consigna “Paz, pan y trabajo”. Por otro lado el desastre militar de la guerra de Malvinas, tras los fuertes sentimientos nacionalistas desatados en el seno del pueblo por la incursión en las islas, determinaron la imposibilidad de que continúe el gobierno de facto. Y finalmente es necesario subrayar la importancia de la lucha de los organismos de derechos humanos.

La capacidad de juzgar a los militares genocidas no debe ser subestimada dado que tiene pocos parangones en el mundo. Vivió una primera etapa durante el gobierno de Raúl Alfonsín a partir de la creación de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP) y dos años más tarde con el juicio y la condena a cadena perpetua de los principales responsables del terrorismo de Estado. Los retrocesos que significaron las leyes de obediencia debida y punto final y más adelante los indultos menemistas, no impidieron la continuidad de la lucha encabezada por los organismos de derechos humanos que permitió que una década más tarde la justicia viera la luz nuevamente y de manera más amplia y contundente, con la derogación de las leyes mencionadas y la reapertura de los juicios. Aun cuando un número significativo de casos permanecen impunes por las trabas del poder judicial o por la muerte de los imputados durante estos treinta años de demora intencional, el hecho de que en la Argentina los crímenes de la dictadura no hayan permanecido en la impunidad representa una distinción cualitativa de nuestra democracia.

La vivencia del genocidio marcó a fuego al régimen democrático naciente, a tal punto que la violencia política es quizás hoy el principal tabú de la vertiginosa vida política nacional. No existe ningún sector político con influencia social que reivindique abiertamente la utilización de la violencia para llevar adelante transformaciones políticas. Y al mismo tiempo, la represión y la muerte provocada por el aparato represivo del Estado o por patotas empresariales o sindicales genera un repudio social de amplio alcance, más allá de la simpatía o antipatía social que provoquen las víctimas. Esto que puede ser pensado como un signo de una sociedad capaz de procesar sus diferencias mediante el diálogo, al mismo tiempo es un gran logro de las estructuras de la dominación capitalista, que saben que cualquier desafío a su hegemonía siempre incluye un grado mayor o menor de violencia, en la medida en que nadie abandona sus privilegios de buena gana. La bandera del “consenso” pasó a formar parte del arsenal de la clase dominante, que la utiliza para intentar neutralizar el conflicto social.

En un terreno más contradictorio, a la hora de hacer un balance de estos treinta años, se puede percibir tanto la sanción de derechos y avances sociales como el matrimonio igualitario, el divorcio, el fin del servicio militar obligatorio o la ley de identidad de género, como la constatación de que las políticas neoliberales, la instalación estructural de la desigualdad social, la precarización laboral o el incremento en la trata de mujeres y niños forman parte del entramado político económico al que dio lugar el régimen democrático.

Desde la experiencia de un pueblo que sufrió el genocidio, la existencia y consolidación del régimen democrático es una conquista y un motivo de celebración, sin dudas. Pero al mismo tiempo, el recorrido sufrido y plagado de desencuentros de las últimas tres décadas, incluyendo la crisis social y política que desembocó en la rebelión popular de 2001, plantea exigencias imprescindibles a la hora de pensar una profundización de la democracia. Es significativo que en aquellos momentos en que se oían los ecos del “¡Qué se vayan todos!”, la democracia misma como forma política no haya estado nunca seriamente amenazada por formas autoritarias de dominio político. Más bien al contrario, goza de un consenso social único en la historia bicentenaria de nuestro país, lo que da un mayor margen para exigir su mejoramiento.

En este sentido, la estructura democrática liberal, donde la participación popular está canalizada principalmente a través de los partidos políticos, encuentra fuertes limitaciones. Tanto a nivel de las decisiones estatales estratégicas, en las que no están previstos instrumentos como las consultas populares o los plebiscitos, como en la gestión cotidiana en la que los mecanismos de la democracia participativa están reducidos a su mínima expresión. Al mismo tiempo, la demanda de una mayor democratización aparece en instituciones educativas como las universidades nacionales, dominadas por pequeños grupos de profesores, y en un terreno que muchas veces no se tiene en cuenta: dentro mismo de los lugares de trabajo. La posibilidad de volver a contar con una clase trabajadora organizada sindicalmente con la presencia directa de un representante del sindicato en cada taller, oficina o fábrica sería la forma más directa de combatir la precarización laboral y las condiciones muchas veces extenuantes en que el capital explota la mano de obra en nuestro país.

El eslogan alfonsinista de que con la democracia se come, se cura y se educa, una de las grandes promesas sociales de estos treinta años, pasó tanto por momentos de euforia como por fuertes desilusiones. En la medida en que no se transformen al mismo tiempo las estructuras económicas, los cambios en el régimen político, por significativos que sean, siempre van a quedar truncos.
Por Ulises Bosia para Periódico Marcha
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