España también

Mientras la Argentina repta en círculo –los mismos escandaletes una y otra vez: el enriquecido de pasado turbio ahora se llama Milani D’Elía Báez como supo llamarse Jaime o Kirchner o Alsogaray o Menem; 
los mismos renuncios una y otra: la entrega de recursos adornada con banderas y gritos ahora se llama Chevron como supo llamarse Barrick o Telefónica o Aerolíneas o Bunge; las mismas trampitas políticas cada vez: el peronista que va a renovar cambiar civilizar al peronismo ahora se llama Massa como supo Kirchner o Menem o Cafiero; las mismas quejas inocuas una vez y otra vez y otra vez– a veces, en otros sitios, pasan otras cosas.
Mientras, decía, la Argentina repta en círculo para cumplir con su destino de calesita baja, España parece empeñada en imitarla mal. Me interesa: escribo en un diario más o menos español, paso buena parte de mi tiempo en Barcelona, sigo con cierta atención estos vaivenes. Y constato que, en los últimos días, las declaraciones de un señor arrepentido han puesto sobre la mesa la posibilidad de la caída del gobierno derechista de un señor Rajoy.

(Los arrepentidos deberían estar prohibidos por decreto orgulloso. ¿No es humillante que sean, al fin, los protagonistas traicionados y/o traidores de los delitos combatidos los que ofrezcan los argumentos para supuestamente combatir esos delitos? ¿No es triste que las evoluciones más espectaculares de la política contemporánea vengan de esos rencores entre mafiosos con cargos partidarios?)

Así que ahora en España, una vez más, la corruptela se erige en meca y ceca de la política actual. Los argentinos sabemos cómo es esto de la política transformada en un asunto policial: esa renuncia a juzgar políticas para escarbar asuntos de juzgado. Eso que más de una vez llamé honestismo.

Que unos señores destruyan meticulosamente la construcción social de décadas, que retiren prestaciones médicas y asistenciales a millones de personas, que nieguen becas a los estudiantes que las necesitan, que endeuden al Estado para ayudar a su banquero amigo, que creen un entorno donde trabajar no sea una carga sino un privilegio, donde cada vez más jóvenes se van, donde cada vez más chicos comen en comedores porque en sus casas no hay, no parece amenazar la estabilidad de un gobierno: que se sepa que su presidente recibió cincuenta o cien mil euros sucios para gastar en corbatas y joyitas lo pone en la cuerda más floja.

Nada de eso importaba, por supuesto, cuando volaban burbujas suficientes como para creer que había jabón. Pero ahora, con el género escaso, se vuelve tan central: parece como si no supiéramos pensar la realidad en otros términos. (O, mejor, como si los medios no quisieran o supieran pensar la realidad en otros términos: la “denuncia” es una garantía. Porque, entre otras cosas, la denuncia permite al denunciante vender más y sentirse tan probo –y no poner en cuestión lo central:

–Sí, me robaron la cartera, oficial, pero quizás el hombre no estaba de acuerdo con que la propiedad privada…

–Dejese de tonterías, señora, y dígame de qué color era.)

Nada nuevo: sucede –por falta de otras opciones, por sequía de proyectos diferentes, por desaparición de la política como forma de pensar y cambiar el mundo– en casi todos lados.

Pero aquí aparece la particularidad española –¿quién soy yo para decir “particularidad española”?–: el hecho de que todo el proceso que podría llevar a la caída de este gobierno –el gobierno tristemente más votado de los últimos años– es una construcción mediático-parlamentaria. Esto no quiere decir que en los bares no haya cada mañana su ronda de improperios, que los taxistas no blasfemen, que los comensales bien comidos no comenten; quiere decir que aquí y ahora el único mecanismo político que se pone en marcha es el de eso que solíamos llamar la superestructura; quiere decir que aquí nadie sale a la calle para pedir la caída del gobierno; quiere decir que todo el conflicto se mantiene en ese territorio cenagoso y distante que los ciudadanos actuales solemos llamar, con desdén y sustito, “la política”.

Habrá quienes dirán que eso demuestra la eficacia de las instituciones; habrá quienes diremos que eso demuestra que siguen queriendo enjuagar en casa los trapos manchados, mantener el monopolio del poder. Unos acusan a otros de ejercerlo con trampa; otros dirán que los unos hacen lo mismo, que el poder es así. Si, como dicen, la defensa de Rajoy será insistir cínico-realista en que todos los partidos funcionan de ese modo turbio, en esa mugre, el ahogado puede arrastrar a los que lo rodean.

Entonces, si este gobierno español consigue convencer a los ciudadanos de que todos los gobiernos son un centro de servicios para ricos y una manera de ser ricos, quizá la imitación española del honestismo a la argentina se complete: cuando el desprestigio del sistema político favorezca la irrupción de otras fuerzas que quieran reformularlo o reemplazarlo: que se vayan todos. En la Argentina, sabemos, no produjo ningún resultado significativo; quién sabe qué dará en España.
Por: Martín Caparrós
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