Ramal que no para, ramal que mata

Apenas 24 horas después de la tragedia de Once, el programa Hoy más que nunca, de Radio Nacional, pasaba el audio registrado por Adrián Korol entre un maquinista y un controlador del Sarmiento, regenteado por la empresa Trenes de Buenos Aires (TBA):

Maquinista: –Tengo freno largo..., ¿le podés decir al operador de Moreno si me lo puede revisar? Ya pasé por Padua y estoy llegando a Merlo. Ya avisé en Padua que tenía freno largo. Quería saber quién me va a revisar la formación.
Controlador: –¿Qué problema tenés con el equipo?
M: –Tengo freno largo, le cuesta frenar. Si no, lo cancelamos.
C: –¿No se puede revisar a la vuelta ahí en Castelar?
M: –No, control, porque así yo no estoy seguro.
C: –Bueno, volvemos vacío entonces.
Korol pudo grabar varias horas de los diálogos entre maquinistas y controladores. En ellos quedan patentes los múltiples percances y problemas que se les presentan a cada paso. En la mayoría, como en el caso testigo relatado más arriba, queda evidenciado que el factor humano está montado sobre una precariedad completa que explican la insólita y escalofriante pregunta del controlador: “¿No se puede revisar a la vuelta?”. Es decir, el controlador le reclama voluntarismo al maquinista quien, si le hace caso, debería cruzar los dedos hasta que la formación llegue hasta Moreno, pasando por tres estaciones (Merlo, Padua y Paso del Rey), para luego hacerlas de regreso hasta Castelar (sumando Ituzaingó) donde revisarían los frenos. Todo esto, desde ya, con cientos de pasajeros arriba que por supuesto no estarían alertados del peligro. Vale la pena insistir: ni el shock de la muerte de 51 personas el día anterior modificó la falta de rigor de los controladores.

Ese diálogo se parece mucho al relato del maquinista Marcos Córdoba, conductor del tren que quedó incrustado en el andén 2 de la terminal Once el 22 de febrero a las 8.33. Aunque el sumario está bajo secreto, Córdoba le habría dicho al juez federal Claudio Bonadío: “En cada estación le avisaba por la radio al controlador de tráfico que tenía problemas con los frenos. Del otro lado me respondían: seguí, seguí, seguí”. Esto, de ser exacto –y puede comprobarse porque debe estar registrado como el diálogo anterior– confirmaría que la falla de los frenos no es algo inusual.
Es cierto, como transmitieron las máximas autoridades del Gobierno Nacional, que es preciso que avance la investigación judicial para determinar las causas de la tragedia de Once. Es decir, precisar si hubo responsabilidad del maquinista –principal hipótesis de la falla humana– como si los frenos de la formación fallaron –principal hipótesis de la responsabilidad de quienes operan el Sarmiento–. O si hubo una combinación de ambas. Sin embargo, esa línea de pensamiento es restringida. Es preciso abrir la perspectiva en este caso. El mismo Bonadío ya le dio lugar al pedido del fiscal Federico Delgado de incorporar a la causa un informe de la Auditoría General de la Nación que cuestiona tanto la operadora TBA como a quien tiene la función de controlarla desde el Ejecutivo; es decir, la Comisión Nacional de Regulación del Transporte. Esto significa que, más allá de los peritajes puntuales que apunten a discernir sobre responsabilidades individuales, esta dolorosa tragedia puede contribuir al conocimiento exhaustivo de cómo se gestiona la red ferroviaria argentina y también a debatir cómo cambiar para que millones de usuarios tengan mejor calidad de servicio.
De Perón a Menem.
Nueve días antes de la tragedia, muchos fervientes militantes nacionales festejaban los 65 años de aquel jalón histórico, cuando el 13 de febrero de 1947 Juan Domingo Perón nacionalizaba los ferrocarriles ingleses. Cuatro años después del traspaso, los trabajadores participaban de la gestión y Fadel (Fábrica de Locomotoras) paría La Justicialista.
Este registro del pasado no debe ser tomado como mera melancolía, sino como un dato histórico trascendente para entender por qué el ferrocarril está entre los hechos malditos que los poderes neocoloniales, las empresas transnacionales y sus socios locales se propusieron destruir. No pudieron doblegar la resistencia de los ferroviarios en tiempos de Arturo Frondizi cuando se aplicó el Plan Larkin de desmantelamiento. 
El general norteamericano Thomas B. Larkin había sido enviado al país como asesor en transportes por el Banco Mundial. Antes, había servido en varios frentes de guerra, incluyendo el debido cuidado del Canal de Panamá para los intereses de su país. Aquel general no pudo disciplinar a los obreros ferroviarios y sus organizaciones.
Sin embargo, pasadas tres décadas del fracaso del plan Larkin una incursión neoliberal consumó el desguace ferroviario. Aquella frase de Carlos Menem “ramal que para, ramal que cierra” resulta una fina y perversa lectura de lo que fue la resistencia de los ferroviarios. 
En los sesentas, Estados Unidos quería instalar sus terminales automotrices con tecnología ya amortizada en las casas matrices, algo completamente diferente del esquema británico que necesitaba los trenes diseñados en abanico desde y hacia el puerto para mandar productos primarios a la metrópoli. 
En los noventas, el desguace ferroviario era para algo aún más retrógrado: dejar al Estado bobo, concesionar todo, evitar que los trabajadores sean sujetos políticos, desmantelar los talleres y fábricas locales; en fin, quitar la soberanía de la conciencia popular y de los resortes del Estado.
Hijo de ese retroceso desenfrenado es la existencia de la operadora TBA. En efecto, la empresa conducida por los hermanos Claudio y Mario Cirigliano, obtenía no sólo la operación del Sarmiento sino también la del Mitre, dos líneas importantísimas de la red suburbana de Buenos Aires. 
La crisis de diciembre de 2001 le agregó un nuevo componente a ese desguace: el empeoramiento tanto del servicio como del mantenimiento.
El Decreto 2075-02, con fuerza de ley, sancionado por el entonces presidente Eduardo Duhalde, le dio mayores márgenes de legalidad a la irresponsabilidad empresaria. Justificado en que se había disparado el dólar, que se importaba todo el material rodante y que la Argentina no accedía a créditos internacionales, Duhalde, en el artículo 5, decía: “Suspéndense, a todos los efectos, a partir del día siguiente de la publicación de este decreto, y por su plazo de vigencia, las obras, trabajos y provisión de bienes, respecto de los cuales no haya comenzado su ejecución, correspondientes a los planes de obras de los contratos de Concesión de Explotación en el área metropolitana de Buenos Aires”. Derivaba esa función rectora del Estado en los planes que “en los próximos diez días” les alcanzaran los concesionarios y que se financiarían con recursos públicos más los aportes empresarios.
Una pregunta que quedará flotando es por qué ese decreto no fue reemplazado en estos diez años por una ley nacional, debatida en el Congreso, de reordenamiento ferroviario que estuviera acorde a la nueva etapa del país, tanto en términos de recuperación económica como de cambio en el concepto del rol del Estado en la gestión de asuntos públicos.
Lo delicado de esta historia no termina ahí. Las concesiones otorgadas en los noventas vencían entre 2005 y 2007. Así, la operadora de las líneas Roca, Belgrano Sur y San Martín, cuya cara empresarial visible era Sergio Taselli, quedó fuera de juego. No fue el caso de los Cirigliano que no sólo fueron confirmados, sino que tuvieron la oportunidad de incrementar su poderío ya que TBA tuvo la suerte, por decirlo de algún modo, de integrar el consorcio que explota desde entonces esas otras tres líneas. 
Cabe consignar que el secretario de Transportes era Ricardo Jaime y el presidente era Néstor Kirchner.
¿Qué pensaba Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner del tema ferroviario o, al menos, qué pensaban las principales espadas legislativas del Frente para la Victoria sobre este tema que en la actualidad ocupa grandes titulares en muchísimos diarios?
Sin perjuicio de las investigaciones judiciales sobre Ricardo Jaime ni de los informes de auditorías que muestran las zonas grises de corrupción entre funcionarios del Estado y concesionarios privados, es interesante reparar en la ideología de Ley 26.352 de reordenamiento ferroviario aprobada por el Senado el 28 de febrero de 2008.
 Esto fue apenas dos meses y medio después de la asunción del primer mandato de la Presidenta y exactamente a cuatro años de aquel momento. La norma es clara: establece que el Estado reasume la planificación y operación de los servicios ferroviarios de pasajeros y dispone la creación de la Administración de Infraestructura Ferroviaria (Adif) y la Sociedad Operadora Ferroviaria (SOF), ambos organismos constituidos como sociedades del Estado y bajo la órbita del Ministerio de Planificación Federal. Su artículo primero tiene un tono elocuente: 
“El objeto de esta ley es el reordenamiento de la actividad ferroviaria, ubicando como pieza clave de toda la acción, de los nuevos criterios de gestión y de rentabilidad, la consideración del usuario, conforme a las pautas que se fijan”.
La pregunta, que excede los conocimientos de este cronista, es qué pasa con una ley que transmite una filosofía de Estado presente cuando, cuatro años después, la práctica parece no haberse enterado de esa ley.
Diario Sur
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