PARA PODER ABANDONAR LA DOCTRINA MENDIETA

Costó mucho tiempo que los economistas ortodoxos admitieran que el capitalismo de mercado tiene una tendencia a la concentración, y que eso aleja de modo sistemático la posibilidad de ser exitosos al analizar los escenarios usando las reglas básicas de la competencia perfecta y el libre acceso a los mercados.AAPPEGAR
Escrito por Enrique Martínez.

La regulación de la actividad monopólica se concretó en Estados Unidos en leyes de gran importancia como la ley Sherman, ya a principios del siglo 20. Desde antes de eso, pero también desde entonces, ha habido sin embargo una confrontación cotidiana en el mundo central entre los aparatos legislativos y las decisiones empresarias. Los primeros tratando de acotar a los monopolios.

Las segundas, buscando y consiguiendo no solo dilatar o anular las medidas de supervisión, sino también eludir las que se dictaran. En las últimas décadas tal puja se ha hecho menos relevante, porque en rigor se debería admitir que los grupos económicos más poderosos han ganado la mayoría de las batallas y los funcionarios han pasado a aceptar y justificar ese estado de cosas.
El tema está sin resolver, en consecuencia. No solo por el poder de los grupos concentrados en cuanto a apropiarse de los beneficios de la mayor productividad o de los aumentos masivos de salarios, afectando así la distribución de la riqueza y/o la inflación de manera muy directa. También por sus decisiones sobre donde y cómo realizan las inversiones, que hoy por hoy castigan al mundo central en cuanto a los volúmenes de empleo y al mundo periférico en cuanto al nivel de remuneración de esos empleos derivados desde el centro. O sus políticas sobre el medio ambiente, que buscan y logran leyes para poder seguir contaminando a cambio de pagar por ello, lo cual para nada es una solución. El mundo evoluciona desequilibrado, con desigualdades crecientes, que no se acotan ni controlan.

En definitiva: La concentración económica y su límite – el monopolio – son un problema. Problema bien serio.

Más de un siglo después que se dictó la primera ley anti trust, las políticas de control y regulación conforman un menú bien diverso, con instrumentos en aplicación que la mayoría de las veces apuntan a algunos de los efectos de la concentración y no a todos. Predomina en la mira el sesgo en la llamada puja distributiva, que pone el mango de la sartén a disposición de quien tiene más poder.
Repasemos algunas de las lógicas.
Buena parte del mundo desarrollado ha renunciado a imponer una política a las concentradas. En lo que respecta a la inflación, utilizan la importación a bajo arancel como control de precios, partiendo de creer tener bajo control su balanza de pagos internacionales. De paso, esta es la misma política que aplican los países sin estructura productiva diversificada, que dependen de la exportación de algún recurso natural e importan el grueso de sus bienes de consumo, pero aquí diríamos que el problema estructural es diferente que el causado por la presencia de grupos concentrados.
Venezuela, como caso singular, ha decidido que el Estado compre las empresas con posición dominante, tanto en alimentos o hipermercados, como en siderurgia.
En Brasil, como ejemplo típico del nuevo mundo industrial, la debilidad de los sectores populares para intervenir en la puja distributiva es notoria. Desde hace décadas, con gobiernos de distinto signo, las grandes corporaciones marcan la dinámica de la economía y el país evoluciona con baja inflación, entre otras cosas porque no hay presión salarial masiva.
En Argentina, finalmente, podríamos esquematizar diciendo que domina la tesis Mendieta, aquel perro de Inodoro Pereyra que cuando venía el malón a la carga le recomendaba a su amo: “Negociemos”. Desde hace una década se considera que más que interferir en la dinámica de concentración hay que negociar con los ganadores. Negociar precios, salarios, inversiones, giro de utilidades al exterior, buena parte de las variables que definen la salud macro de una economía. En tal marco, los instrumentos instalados en 2003/4 para mejorar la fortaleza negociadora de los trabajadores, como el aumento del salario mínimo y las paritarias, encuentran su propio límite.
En efecto, la devaluación de 2002 dejó al salario real en el subsuelo y por lo tanto su recuperación a través de acuerdos salariales, sin traslado a los precios, fue la forma de reconstruir el mercado interno. A partir de 2008, ese recurso se agotó y los grupos concentrados progresivamente adelantaron sus listas de precios a los aumentos salariales y el salario real se estancó. Casi todo aumento se convirtió en inflación. Entre puntas del período 2003-2011 el salario real mejoró un modesto 10% respecto del 2001, a pesar de los importantes aumentos nominales otorgados.
Es que la negociación es totalmente despareja. De la paritaria los trabajadores se van con una pauta salarial definida y los empresarios con toda la libertad de corregir sus listas de precios para apropiarse de esa hipotética mayor capacidad de compra.
Es importante entender que el problema no es argentino ni de una gestión de gobierno. La concentración de poder se traduce en deterioro de la calidad distributiva, sea a través de inflación cuando se promueve aumentos masivos de salarios como acá, o mediante la apropiación de toda mejora de productividad como en Brasil o vaciando las corporaciones como sucede en el mundo central, donde se han llevado la ocupación masiva a la periferia.
Hay que hacer algo distinto.

LA ADMINISTRACIÓN PRIVADA DE BIENES PÚBLICOS

En nuestro país, la educación o la medicina privadas han cobrado vigencia desde hace medio siglo. Está todavía indefinido el conflicto entre negocio y servicio público en ambos campos. Pero en todo caso, la comunidad entiende allí que es necesario asegurar prestaciones mínimas comunes, sea quien sea el que administre cada ámbito. Sea el Estado o una sociedad con fines de lucro, aquél se debe hacer cargo – y mal que mal lo hace – de evitar que el lucro se ponga por encima del servicio. Los conflictos son permanentes, pero la mirada es esa.
La concentración en la oferta de bienes y servicios está llevando paso a paso a que se planteen analogías entre esos ámbitos y la producción de bienes elementales para la subsistencia o por extensión, que determinan la calidad de vida de las grandes mayorías.
Tomando uno solo de decenas de ejemplos posibles. Si en 50 años se ha pasado de contar con varias decenas de empresas de industrialización láctea a una situación en que 3 o 4 representan más del 80% de la oferta, eso significan que éstas no solo determinarán cuanta leche se produce, cuanto se paga por ella al tambero, sino cual es la oferta comunitaria en sus más mínimos detalles, que incluye por supuesto el precio que pagamos. ¿Tomar leche es una opción? ¿O es un derecho?
No hace falta siquiera contestar estas preguntas. Construir un oligopolio es de algún modo un éxito empresario. A partir de allí esa posición dominante genera un escenario contradictorio: mayor posibilidad de ganancia pero también mayor compromiso social. Los grandes productores de leche administran privadamente nuestro derecho a tomar leche, un bien público.
Esto se ha intentado ordenar para la educación o para la salud. Los años por venir verán que crece la necesidad de considerar que toda empresa con posición dominante administra privadamente algo que cumple una función social: tomar leche, viajar en tren, ir a un espacio de compras, tantas y tantas facetas de la vida moderna.
Esa administración privada tiene que ser regulada. Puede serlo por un burócrata en una oficina y será una ficción. Podrá serlo con mecanismos que construyan una nueva forma de inserción de la gran empresa en nuestras vidas: el derecho a ganar dinero, incluso mucho dinero, pero transitando por mecanismos de asignación de precios, de salarios, de inversiones, que reflejen un aporte al desarrollo colectivo y no la creciente tensión de despojo que es frecuente en la actualidad y que lleva a conflictos crecientes en espiral.
No estamos describiendo un conflicto nuevo, ni una forma enteramente original de encararlo. Países como Suiza, Austria, Noruega, Dinamarca, han logrado construir comunidades de calidad de vida superior, con espacios de convergencia de intereses entre empresarios, trabajadores y el Estado como representante de la comunidad, a pesar de las tensiones de ser naciones con menor peso relativo que los grandes jugadores de la Unión Europea. Corea del Sur o Taiwan han hecho lo suyo. Canadá o Australia también, en muchos aspectos.
Para nosotros es efectivamente heterodoxo escapar de echarle la culpa a la emisión o de jugar a vigilante y ladrón en las paritarias como únicas opciones. Pero resulta inevitable, porque estamos empezando a mentirnos frente al espejo.
Se reitera: Se debe discutir y asignar nuevo rol para las grandes corporaciones, que deberán admitir que son administradoras privadas de intereses sociales, lo cual habilita a la sociedad a participar de las decisiones trascendentes, sin que eso implique meter la mano en el bolsillo de los empresarios. Solo evitar que ellos la metan en los nuestros.

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